Los habitantes de Bujaraloz lo tenían todos muy claro: no se había visto un bebé tan hermoso en siglos, ni niña más linda con el pasar de los años, ni joven más bella cuando acabó el bachiller. Lo que no sabían los lugareños es que “la niña planta”, el mote con el que la habían bautizado y que murmuraban a espaldas de los padres, vivía precisamente cautiva de un don que se estaba convirtiendo en una maldición: ser demasiado guapa.

La maravillosa lotería de la genética había escogido los genes de la bisabuela maña, Mari Carmen, y había seleccionado el azul pitufo de sus pupilas y el rubio guiri de su lacia melena. El permanente bronceado era de Ricardo Cazorla, su padre, al que ahora, desde sus dieciocho años, podría ir a ver a Lanzarote cada cuando ella quisiera o, por lo menos, cada cuánto pudiera pues la distancia era mucha. Hasta el día de ayer, su madre, Sagrario Ramos -de quien había heredado la altura y el porte- regulaba el cómo y el dónde de las visitas que se efectuaban en Zaragoza tres veces al año (Navidad, Semana Santa y agosto). Esos imperativos, ese “no poner las cosas fáciles” era la pequeña venganza que Sagrario le infringía a su ex marido por haberla dejado, dos años atrás.

Sagrario no vio venir el fatal desenlace de un largo de matrimonio que estimaba debía ser para siempre, tal y como había sermoneado el cura: “en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, todos los días de tu vida, hasta que la muerte os separe”. Ese mensaje al que ambos habían accedido sin presiones y con mucha fe -ante Dios, la familia y los invitados-, debía ser suficiente garantía para que no hiciera falta ningún cuidado más que los guiara en un matrimonio que debía de durar décadas o bien la eternidad. “Ya está, ya he llegado” pensó la novia. Había conocido a un hombre del que no solo se había enamorado sino que además tenía una profesión “comme il faut” y que además estaba dispuesto a seguirla a miles de kilómetros de su hogar. Conoció al mirlo blanco, unas vacaciones en Lanzarote, veinte años atrás, y después de un par de años de noviazgo se casaron en la Ermita de San Jorge, en plena fiesta mayor del pueblo, un caluroso veintiocho de agosto. Él se trasladó al norte, al frío del invierno y el calor sofocante y sin playa del verano, para trabajar como cirujano en el Hospital de nombre ídem (San Jorge) de Zaragoza. No fue difícil conseguir un puesto gracias a los contactos del padre de Sagrario y al excelente currículum del candidato. Y ni el clima ni la ausencia de mar fueron un problema para que cuarenta y ocho meses después naciera la hermosa niña a la que llamaron Laila en homenaje a su belleza, una harmonía en los rasgos que con los años fue en aumento, proporcionalmente de manera inversa al declive de la lozanía de sus padres.

Sagrario y Ricardo que nunca fueron feos, tal vez tampoco extremadamente guapos como Laila, empezaron a envejecer y a perder su juvenil atractivo. “Me gustan tus canas” le susurraba ella en la cama pasando la mano por el vello del pecho de él. “Las arrugas en las comisuras de los labios te dan un aire de mundo” le decía cuando sonreía marcando dos pliegues verticales o “la tripa significa que valoras mis guisos”. Ricardo no contestaba en la misma medida las valoraciones de los cambios físicos de su mujer. Ella también tenía el pelo entreverado de canas. “Me hacen mayor” decía sin que él la desmintiera ni valorara tampoco las visitas mensuales a la peluquería ni al cirujano que, cual prestidigitador, disimulaba las arrugas que surcaban su frente, sus ojos y su boca. Y desde que nació Laila, el vientre pasó de cóncavo a convexo, sin que por ello recibiera ningún cumplido o palabra de consuelo. Lo más, alguna faja en Navidad.

Pero Sagrario no vio venir el desenlace porque Ricardo se preocupó mucho de esconder sus sentimientos. No es que el marido rechazara las alabanzas de su mujer, sus atenciones y su devoción, es que no la compensaba de la misma manera porque prodigaba la suya en otros lares. En el Hospital, había conocido a una enfermera con la que llevó una doble vida, tan secreta y tan paralela, que a pesar de los muchos años que duró la relación Sagrario no se enteró. No se enteró de esa manera que no se enteran algunas mujeres: sin querer saber. No hacía falta preguntarse porqué no tenían apenas relaciones desde que nació la niña. “Esas cosas les pasan a todos los matrimonios” reflexionaba consigo misma. Ni valía la pena malpensar cuando pasaba sin ella alguna noche en Madrid, tras acudir a una convención o a la presentación de un medicamento invitado por un laboratorio. “El trabajo de papá es así” informaba a su hija cuando ésta preguntaba. Y Sagrario desoía las habladurías de los mal pensantes con un “qué mala es la envidia” o un “vete tu a saber lo que pasa en casa de los demás”. De haberse planteado que los chismes podían tener algún fundamento, tal vez, pudiera haber atajado antes el doble romance o tal vez, simplemente, su matrimonio hubiera saltado por los aires con muchos años de antelación. Como consorte oficial se conformaba con las migas de su unión: las cenas de lunes a viernes frente al televisor los fines de semana en familia y tres semanas de tediosas vacaciones en verano.

Y para paliar la soledad y las ausencias de cariño del presente marido, Sagrario fue volcando su tiempo y su atención en esa niña que se hacía más hermosa a medida que pasaban los años. Laila era su proyecto más exitoso, además de una compañía cercana. Controlaba a su hija mejor que a su marido y Ricardo dejaba que dirigiera a su niña mimada e hiciera de Laila el centro de su vida, porque así él gozaba de más tiempo para su pasión, oculta para los que no querían ver. Sagrario consciente del bien que era la belleza “No se sabe lo que uno posee hasta que lo pierde” aleccionaba a su hija cuando ésta se acicalaba para salir con Martín, el novio “hijo de” que contaba con el beneplácito de los Cazorla-Ramos pues reunía todas las condiciones para estar a la altura de tamaño bellezón: atractivo en lo físico, educación exquisita, presente asegurado y futuro prometedor en la ganadería de su padre. “¿Has pensado ya qué te pondrás el sábado para salir?” “Yergue el porte que las Ramos hemos de lucir nuestra altura” “Demasiado maquillaje hace vulgar” y la instruía con sabios consejos sobre los cuidados para mantenerse estupenda y potenciar sus despampanantes rasgos. Pero Sagrario no se daba cuenta que no hacía falta esforzarse por que Laila fuera la más bella del baile: poseía un don innato, un tesoro que era gratis y que no le había costado ningún esfuerzo. Más le hubiera valido potenciar otros rasgos que su imponente físico dejaban en un segundo plano, pues esos sí necesitaban de atenciones para igualar los parabienes de su rostro perfecto: la confianza en sí misma, en sus defectos y en sus múltiples virtudes; la autoestima por su valía y por su criterio, independiente del de sus progenitores; la seguridad de tener una personalidad y un carácter que debía potenciar; la independencia frente a la dependencia de una familia y de un novio en una unión, a priori, ideal…

Así que Laila Cazorla Ramos llegó a los dieciocho años siendo la princesa de papá y el triunfal proyecto de mamá. Pero, esa fecha, supuso un punto de inflexión en su trayectoria vital: por primera vez, era oficialmente libre para tomar decisiones que sólo le afectaban a ella. Y sintió que era su oportunidad para escapar del yugo de la perfección. Lo primero que decidió fue huir de su pueblo para estudiar en Madrid. No importaba tanto el qué –aunque convertirse en periodista para presentar el telenoticias fue siempre una profesión que la madre barajó con ilusión para su hija- sino cuán lejos fuera. Poner tierra de por medio entre Sagrario y Martín, su novio, se le antojaba necesario para respirar. Porque su madre, con sus atenciones e instrucciones constantes la asfixiaba. “Te he comprado un champú nuevo de manzanilla. No uses el del súper que a tu pelo no le va bien.” “Cierra las piernas cuando te sientes, que eso no es de señoritas” y ella, escuchaba su voz incluso estando a solas en el sofá. “Pasta para cenar, nunca, con la pizza de los viernes ya hacemos la excepción semanal, porque sino vas a echar culo”…

Y luego estaba Martín, tan pendiente de ella y tan enamorado que a Laila le costaba un esfuerzo ingente estar a la altura de la Diosa que para él era. A pesar de los cuatro años que los separaban y de que se veían poco pues ella estudiaba en el Instituto de un pueblo cercano a Bujaraloz y él Ciencias de la Tecnología y de los Alimentos en la Universidad de Zaragoza -con la finalidad de acabar dirigiendo la ganadería de la familia-, los novios no podían creerse la suerte mutua que tenían por haberse encontrado y enamorado. Lo confirmaba la opinión de Sagrario, que estaba obnubilada con lo buen partido que era ese yerno para su hija, por lo que a menudo le repetía “niña, no dejes escapar a un chico tan majo, que no abundan” y Laila se preguntaba si debía atarlo o marcarlo como a una res para evitar que eso ocurriera y si era normal que un chico “tan majo” la aburriera soberanamente. Y Martín… a Martín le bastaba con la belleza de su novia, con que fuera virgen y con que se dejara magrear un poco. La exhibía orgulloso como se luce el primer bronceado de un día de playa. “Qué guapa estás y que bien te queda ‘esto’ ”, fuera ‘esto’ lo que fuere, exclamaba invariablemente los sábados, cuando la iba a recoger a casa de sus futuros suegros. Sagrario oía el cumplido desde la mecedora del salón y también lo agradecía asintiendo, pues era ella quien acompañaba a su hija en el ocio principal que ambas compartían: las compras. Luego los tórtolos, salían en la moto de él o en el coche de papá y tras dar un paseo hasta el monte, hasta un lugar apartado de los ojos indiscretos cuya ubicación pasaba de los padres a los hijos de Bujaraloz, en un secreto heredado, se paraban para hacer mucho más que comerse a besos. Después, quedaban con la cuadrilla, para ir de tapeo y salir de marcha. Bien es cierto, que en los bares aunque estuviera siempre a su lado y le dedicara frecuentes carantoñas, mucho no hablaban. Nadie le había dicho nunca que su opinión contara, y Laila se mantenía erguida exhibiendo su belleza, que siempre habían todos alabado, en un discreto y tedioso segundo plano, como una planta que decora pero con la que no se interactúa. Luego, en la discoteca disfrutaba de su momento de gloria. Ahí estaba en su medio natural. Bailaba bien, gracias a la férrea disciplina de los muchos años de ballet y aunque no lo hubiera hecho, su porte bajo los focos ya era espectáculo suficiente. A las tres, más o menos, cuando los borrachos ya estaban en el punto de esplendor Martín la acompañaba a casa para evitar a los incontrolables -hombres de cacería- a quienes no habían enseñado que a las mujeres se las respeta.

Por todo eso, al llegar septiembre y desplazarse a Madrid, la Complutense y la Facultad de Ciencias de la Información se le antojaron un mundo nuevo, como si se hubiera trasladado del Congo a Nueva York. Sólo la residencia de monjas en la que se alojaba, la anclaba a la realidad de un control en los horarios y una férrea disciplina en las obligaciones. Pero las clases, el bar y el campus eran como un hotel de pulserita, todo incluido: diversión, emoción y sobretodo la posibilidad de reinventarse. La primera vez que un profesor le dijo, tras exponer en público su trabajo, que tenía potencial y que debía trabajarlo, fue corriendo a mirarse al espejo por si había algo extraño en su aspecto, que nadie había alabado. Cuando una de sus nuevas amigas le dijo, “espachurradas” ambas en el césped del parque del Retiro, que le gustaba Laila porque tenía una risa contagiosa, no sabe si fue por el efecto de la cachimba o del piropo pero no pudo parar de reír, con una risotada fuerte, sonora y expansiva, sin taparse la boca, ni graduar el volumen y mucho menos sin cerrar las piernas. Y los bocadillos de calamares, la pizza congelada, el tapeo los fines de semana y las cervezas con que acompañaba su nueva dieta mediterránea le sentaban tan bien a su culo como a su paladar.

Como consecuencia de esa nueva vida, cuando regresó a casa en Navidad, tras un trimestre en la capital, su madre y Martín no la reconocieron, lo que demostraron cada uno con sus preguntas. “Nena, has engordado, ¿seguro que vigilas lo que comes? ¡No me habías dicho que te has cortado el pelo. En las revistas de sociedad no sale ese corte de media cabeza rapada! ¿Y esas botas militares, son muy chicazo, no? ¿quieres decir que se llevan? Y las perlitas de las orejas, ¿no las habrás perdido?; -preguntó su madre. Continuó con muchas más frases fiscalizadoras que se resumían en lo que Martín, cuando se presentó a verla, le expresó con tono y gesto de reproche “Estás distinta. No pareces tú.” Y que Laila, ya harta, finiquitó con un “Pues claro que soy yo. ¿Quién sino?” – para añadir, dirigiéndose a ambos “Y mamá, el problema es que para gustarte a ti me dejo de gustar yo y eso no puede ser. Y respecto a ti Martín, tal vez he vuelto distinta por fuera, pero soy la misma por dentro. Igual no te habías fijado, pero siempre he estado ahí.” Y dejándolos boquiabiertos concluyó, segura y feliz “Soy la que estaba en el paquete regalo. Solo teníais que desenvolver el papel.”

Y COLORÍN COLORADO, LOS CUENTOS DE PRINCESAS SE HAN ACABADO.