Somos de la manera que reaccionamos a cómo nos trataron de pequeños. Eric Fromm, Psicoanalista
Rocío se enteró poco a poco. Primero fue un ganglio ligeramente inflamado en la axila, casi en el centro que se formaba entre el hueco y el interior del brazo. Le molestaba al cerrarlo. Por eso, por esa ligera molestia, se dio cuenta. Empezaba la primavera y aún quedaban varios meses para la revisión ginecológica anual. Por costumbre, siempre elegía ir en verano. Así, era difícil de olvidar una cita, que por rutinaria y antipática, iba acompañada de alguna excusa para retrasarla. No recuerda cuántos años lleva acudiendo al ginecólogo, pero calcula que más de veinte, seguro. Pasa de los cuarenta y tuvo a su primera hija, Lucía, a los treinta recién cumplidos y por aquél entonces, ya se visitaba en la consulta de un ginecólogo, cercana al Paseo de Gracia, en Barcelona. Eso sí, para “husmear allí abajo y que le tocaran las tetas”, les comentaba a sus amigas, prefería que fuera una mujer y ella —de la consulta formada por varios especialistas— eligió a la Doctora Reus. No es que Rocío fuera una persona especialmente recatada, pero no se sentía cómoda con otro hombre, que no fuera Manuel, su marido, husmeando en sus intimidad. Fue esa doctora quien atendió su primer parto, pero no así el segundo, tres años después. El ginecólogo cirujano que la sustituyó —pues tuvo a Diego en pleno mes de agosto, con toda la plantilla de vacaciones— era un recién graduado que no la visitó más de una o dos veces antes de atenderla en el quirófano. Por entonces, el embarazo estaba tan adelantado y cargaba con una barriga tan descomunal que no le importó que fuera un hombre quien llevara su parto. En septiembre, y tras una visita de control para supervisar la cicatriz de la cesárea, Rocío se despidió de ambos: del joven cirujano y de la Doctora Reus. Se acababan de mudar a una casa en un pueblo cercano a Barcelona con todo lo que conllevaba: cambio de colegios, de médicos, de peluquero … Eligió un Centro Médico moderno, con todas las especialidades de un hospital en un solo lugar, pero sin quirófanos. Era práctico disponer de todas las especialidades en un solo lugar y, además, cercano a su nuevo domicilio. Sin embargo, todavía hoy, más de diez años después, no recuerda el nombre de su nueva Doctora, porque tan solo la visita una única vez al año: la del control ginecológico.
Los años que siguieron a los partos, el ginecólogo dejó de ser una prioridad y sustituyó las visitas por las del pediatra. Ella acudía a la revisión cuando conseguía hacer un hueco para si misma, por lo que más de una vez dejó de asistir a la cita. Incluso, en una ocasión le ocurrió a la inversa y asistió dos veces en el mismo año. Fue entonces cuando decidió pasar a una fecha fija, la de las vacaciones escolares, para poner orden al caos. Pero, la noche que palpó por primera vez el ganglio inflamado, pensó que tal vez era oportuno hacer una excepción y adelantar la fecha. Recuerda haber tenido ese pensamiento que pasó fugaz, pues enseguida ganó la pereza. Y, además, ni era aprensiva ni el ajetreado día a día (siempre liada con el trabajo, con los niños, y con la casa) le permitieron sacar tiempo para ella. Semanas después, tras darse cuenta que persistía el leve bulto, exploró el pecho, tal y como le había visto hacer a la ginecóloga a lo largo de los años, durante las decenas de revisiones, pero sin su pericia. Detectó algunos pequeños nódulos que le parecieron sospechosos. Como que eran varios y a pesar de pensar “uy, a ver si…” se decantó por el “seguro que no”. “Si son muchos, es porque no puede ser” fue su argumento de indiscutible peso científico. Había escuchado a la Doctora sin nombre decirle en múltiples ocasiones que tenía pequeños quistes de importancia menor, quistes que le desaparecían cuando le bajara la menstruación. Si embargo, el ganglio, seguía ahí, mutado a su nuevo estado, molestando débilmente como un grano de arena en el zapato… y no desaparecía tras bajarle la regla. Después, llegó el verano y, ahora sí, su cuadrada agenda germánica le recordó que tocaba acudir a la revisión anual.
Mientras aguardaba su turno en la abarrotada sala de espera, rodeada de abuelas abanicándose —a pesar del aire acondicionado— y de padres que consultaban el móvil —mientras vigilaban que sus hijos pequeños no enredaran demasiado—, se dijo “recuerda explicarle a la Doctora lo del ganglio, más que nada y como siempre, con la idea de descartar”. Pero la ginecóloga no detectó nada al inspeccionar la zona, a pesar de su pericia. Tras las inspección táctil, pasó a realizar la mamografía de rigor, que, en su caso, como en el de muchas otras mujeres, con un pecho fibroso y unas mamas densas, iba acompañada de una ecografía posterior. La primera prueba mostró un resultado negativo y pensó “bien, otro año salvada”, sin estimar que aún quedaba por superar con éxito la segunda.
El radioterapeuta, el Doctor Darío Quintero, a quién Rocío conocía de vista, de otras revisiones —pero a quien hubiera sido incapaz de reconocer sin su bata blanca, si se lo hubiera cruzado por la calle— frunció un poco el ceño. Y ahí fue cuando lo supo. Sólo hizo falta que la prueba durara unos segundos más de lo habitual y una mirada seria y reconcentrada en una pantalla similar a un Spectrum Sinclair ZX de los 80. Lo observaba ante la ecografía del monitor y notaba como subía una ola de miedo desde el estómago hasta la garganta. Pensó para serenarse que todavía quedaba esperanza: en la mamografía la técnica no había visto nada sospechoso y en la inspección táctil de la ginecóloga, tampoco. Así que decidió adelantarse al silencio del Doctor y salir de dudas preguntando ella primero “¿Ve algo?” —algo sospechoso, algo que no deba estar ahí, algo que no le guste, algo que pueda ser cáncer…— quiso decir. Esperó su respuesta aguantando el aire, vulnerable desde su posición de mujer desnuda, estirada y expuesta en una camilla, descubierta de cintura para arriba, con las manos tras la cabeza, como si estuviera en la tumbona de un hotel de esos de pulserita “todo incluido”, pero con una incomodidad y una congoja mal disimuladas.
Y entonces, el Doctor le contestó que sí, que veía un Pokémon negro anidado en la zona del pecho más cercana a la axila. Aunque era el verano del estallido del juego, en realidad él no usó esas palabras, mucho más gráficas y descriptivas que “Sí. Se aprecia un nódulo altamente sospechoso en el cuadrante superior de la mama derecha”. Pero añadió “Quédese tranquila, porque no se puede saber con certeza hasta hacer la biopsia”, como si esa dilación en el diagnóstico fuera garantía de paz. También le comentó que “en caso de confirmarse, lo importante, es que es un tumor pequeño y cogido a tiempo”, como si fuera una excusa o tuviera que consolar a una cría que suspende un examen “tranquila has suspendido, pero con un cuatro, no está tan mal”. Pero, sí que debió ver “algo” que estaba mal porque al día siguiente, con una velocidad en la cita que la sorprendió, volvería de nuevo a ver al Doctor Quintero. Aunque en ese momento, aún no lo sabía. Ese “tal vez sí, pero igual no” que le adelantaba la mala noticia, pero sin confirmarla, le provocó una desazón mayor que la seguridad de saberlo. Por ello, para acabar de enterarse bien de si tenía cáncer, sin circunloquios ni excusas, le preguntó al entrecejo arqueado del Doctor, controlando (mal) el temblor de la voz: “usted, por su experiencia, ¿qué probabilidades cree que lo que está viendo sea cáncer?” y quiso decirlo así, con todas las letras, C-Á-N-C-E-R, porque le pareció una palabra que los médicos evitan, como si fuera un taco y prefieren sinónimos edulcorados como tumor, nódulo, quiste o, incluso, bulto que despistan al paciente. Aguantó la respiración esperando la respuesta, pero la soltó de golpe, como un buey enfadado, cuando contestó “ochenta por ciento de posibilidades”.
Así fue como, con una cadencia que se inició en primavera —con una leve inflamación de un ganglio de la axila— y que acabó en verano —con ella estirada y expuesta en una camilla desde la que oyó el diagnóstico con sinceridad y sin vaselina—, que Rocío se enteró, al fin, que aquel “uy, a ver si” de unos meses atrás era realmente cáncer.
PD: Así empieza la novel inédita “La palabra”, guardada actualmente en un cajón. El cáncer nos puede tocar a todas (y a todos). Hay cura. Hay tratamiento. Lo más importante es encontrarlo a tiempo. Si eres mujer no te saltes la revisión anual. Infórmate en la web de de la Asociación Española Contra el Cáncer:
Vaja! El comentari que he fet a “Shukran” el podria reproduir aquí!
Cert;) Hi han notícies difícils d’encaixar. Per cert, aquest és un fragment d’una de les meves novel.les.